La propia agresividad de las pacientes víctimas de violencia



Cuando pensamos en una paciente que ha sido víctima de violencia intrafamiliar, aparece el estereotipo de una mujer desvitalizada, de actitud sumisa y poco crítica, pero la clínica no sólo trae la experiencia de la diversidad de pacientes, historias y maneras de hacer frente a la violencia, sino también la propia agresión de las pacientes, algo que puede resultar paradójico en un comienzo y ser complejo de abordar en la terapia. Esta agresividad puede tener distintas formas, intensidades y destinos.

El término “agresividad” da cuenta de la capacidad humana para oponer resistencia a las influencias del medio; implica acometividad, que por un lado significa atacar, embestir, pero por otro, alude a brío, pujanza, decisión para emprender algo y enfrentar las dificultades. De esta forma, podemos tomar la agresividad como un motor para llevar a cabo los proyectos y deseos propios. Desde el psicoanálisis, se postula como un concepto descriptivo y no valorativo, como algo innato en el ser humano, que siempre se enmarca en la dimensión interpersonal. La “agresión” va más allá, ya que lleva la potencialidad al acto, a la conducta, ya sea como ataque o defensa; implica una direccionalidad (del agresor al agredido) y una intencionalidad de ocasionar daño.
Destino de las pulsiones agresivas: la propia paciente.
La teoría libidinal de Freud nos permite comprender las dimensiones pulsionales de la violencia, ya que la libido posibilita la inversión de tendencias, es decir, que el amor permute en odio y la ternura en hostilidad. Otra inversión es el masoquismo, fenómeno pulsional que deriva del sadismo originario, donde se reemplaza el objeto agredido por la propia persona, transformando la meta de la pulsión agresiva de activa en pasiva. Dentro de éste, encontramos la variante del masoquismo moral, el cual alude al sentimiento inconsciente de culpabilidad, donde el superyó dirige una fuerte agresividad contra el yo. Quizás este masoquismo nos permite pensar a las mujeres que viven violencia, donde un grupo mayoritario de ellas desarrolla una forma de defensa tan precaria que no logra más que invertir el destino de su agresividad hacia ellas mismas, hecho que perjudica gravemente su salud mental, perpetúa la situación de violencia que viven e invisibiliza las posibilidades de salir de ésta. Con esto no se intenta postular que el masoquismo sea algo propio de la mujer, ni que sea la única forma desde dónde se vivencia el maltrato, más bien se propone dentro del modelo pulsional como un destino posible y culturalmente privilegiado. Muchas pacientes no conciben la alternativa de destinar la agresión al objeto externo que maltrata, sea por culpa, miedo, imposibilidad de enjuiciarlo, etc. y entonces una vía alternativa o preferente para descargar la tensión movilizada sería la introyección de esa agresión. En la clínica con pacientes de VIF, esta “vuelta a sé misma” podría tomar la forma de una sintomatología ansiosa, depresiva y/o postraumática; de enfermedades psicosomáticas; de sentimientos de culpa, vergüenza y minusvalía, de sometimiento y justificación de la situación de abuso, vivenciándolo como algo normal o merecido; de aislamiento social, no contar con redes de apoyo, no pedir ayuda, y de conductas autodestructivas (drogas, alcohol, ideación e intento suicida, mutilaciones, exposición a situaciones de riesgo).
Destino de las pulsiones agresivas: los otros
Podríamos pensar a la pareja de la mujer víctima de violencia como un otro significativo, destino de su pulsión agresiva, ya sea en forma de agresión o violencia (uso de la fuerza con intención de provocar daño). Esto podría categorizarse como violencia cruzada, pero se requiere analizar en profundidad la simetría o asimetría de cada relación, la distribución del poder, los recursos psíquicos, económicos da cada una de las partes para poder dar cuenta de la cualidad y propósito de la violencia por parte de la mujer. En algunos casos, ésta puede ser considerada necesaria y como único método de defensa que la paciente evalúa como posible para frenar la violencia.

Los hijos de las pacientes de VIF también pueden ser un objeto sobre el cual depositen su agresividad. Muchas mujeres aluden a que no se separan de la pareja maltratadora por los hijos. Difícilmente logran ver la paradoja que implica que el mantenerlos en una situación de violencia, los convierte a ellos también en víctimas y que el daño se disemina y transfiere generacionalmente. Muchas veces, la decisión de mantenerse con la pareja pasa por una dependencia económica, pero ésta también puede enmascarar una dependencia emocional mucho más fuerte y paralizante. El someter a los niños a una dinámica familiar violenta es en sí misma una agresión, un acto violento. En algunos casos, el daño puede incluso ser mucho más directo, cuando la madre, sobrepasada por la situación de violencia y/o por la propia historia de violencia de su familia de origen, reproduce la violencia con los hijos, entendiéndolo como una descarga, como una única forma de relacionarse y cuidar/ser cuidado.
Destino de las pulsiones agresivas: el terapeuta
Mención aparte tiene el terapeuta como “otro” objeto de la pulsión agresiva. Algunas manifestaciones de esta agresividad pueden encontrarse en torno al pago (atrasos, no pagar, pedir o exigir un cobro menor pudiendo pagar más), a las inasistencias y atrasos, a la dificultad para cerrar la sesión, quedarse dormido, la ambivalencia frente al agresor y la retracción, entre otras. La transferencia será el terreno ideal para reproducir tanto lo abusable de las pacientes, como la propia agresividad, y el análisis de la contratransferencia será un dato fundamental para comprender la ambivalencia tan propia de las pacientes víctimas de VIF y las dimensiones del daño. Probablemente muchas pacientes no tengan conciencia de su propia agresividad y sientan mucha culpa al reconocerla. La pregunta entonces es cuándo interpretar, en qué momento devolver algo de eso que registra la persona del terapeuta y qué hipotetiza que se extiende a la experiencia de los otros cercanos a la paciente. El terapeuta deberá estar atento a su propia agresividad y a que ésta no se cuele en el trabajo terapéutico. Nunca es suficiente repetir que tanto para estos pacientes como para todos, es fundamental la supervisión y el análisis propio.

Si retomamos la agresividad como motor de los deseos y proyectos, se requerirá entonces movilizarla para que la paciente pueda reconocer y desnaturalizar la situación de violencia, tomar conciencia de las propias dificultades para salir de esa situación (en la que probablemente aparezca la agresividad como defensa) y para poder resignificar la experiencia y construir nuevas posibilidades. Resulta imprescindible un mayor contacto y movilización de la agresividad, para que puedan redirigirla hacia sus agresores y no hacia ellas mismas, para que puedan protegerse a ellas y a sus hijos. La relación terapéutica no solo deberá reconocer y sostener esa agresión (y devolverla a su debido tiempo), sino que deberá proporcionar en la transferencia un modelo distinto de relación, donde se pueden reconocer las diferencias, las agresividades, las necesidades, donde la confianza básica no se vea amenazada, donde el otro tolere la falla.

Ximena Barros
Psicóloga
Centro Clínico y de Investigación
Fundación Templanza

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